Sunday, July 26, 2009

Debajo de un pirul

Fotografía: Craig Morey


Recargado al costado de un pirul, el humo del cigarro te borra la cara. De entre el abismo, aparece una espalda llena de lunares, que más simulan hormigas al amparo de un naranjo. Aun no decides lo que harás, pero igual tus ganas te hacen voltear hacia la ventana, donde se refleja la luz del sol y te traslada a los hoyos negros de ida y vuelta.
No alcanzas a formular una razón para llegar sin ser inoportuno. ¿Cómo acercarse? ¿Cuál puede ser una razón que justifique tu presencia? Bien sabes que Javier a estas horas no anda por su casa. De sólo pensarlo te tiemblan las piernas, pero igual no puedes desistir. Al final podría ser que te fueras como siempre, pensando en planear mejor tu próxima aparición. Cuando volteas, te encuentras con su sonrisa y su sudor; sientes que las piernas te tiemblan, pero alcanzas a sostenerte del brillo de sus ojos.
- ¿Hola señora? ¿Cómo está? Andaba por aquí y quise pasar para saludar a su hijo. ¿Está en su casa?
- Ya sabes que a estas horas anda en la escuela y no llega sino hasta muy tarde; pero que bueno que te encuentro, por que siento que ya no llego. Anda ayúdame con las bolsas.
- Claro. ¡¡Uf!! Vaya que pesan. Yo le sigo – Esto bien sabe ella que lo dijiste a propósito y con alevosa intención, con el fin de mirarla por detrás y en todo su esplendor. Varias veces te ha sorprendido mirándola. Como en aquella ocasión en el cumpleaños de Javier, cuando en medio de la sala bailaba con su esposo. Tú, sentando, intentando platicar y ella, bailando e intrigada con tu mirada insistente. Te sonreía y al mirarte habría más los ojos, como preguntándote ¿pasa algo? Su perfume te envolvió, como en un vuelo de pájaros. O quizá aquélla vez, cuando te invitaron a comer al campo, todos jugaban y corrían y ella había preferido tumbarse a la sombra del pirul, con su vestido floreado y holgado, que generoso mostraba sus hombros, como la puesta del sol a la hora del crepúsculo. Sentado en otro árbol, esperabas tan sólo el oráculo con el que Dios te salvaría.
Camina delante de ti y bien sabe que la observas. Su falda negra, que cae sobre sus piernas, ajustada como una lluvia del verano, dejan ver sus pantorrillas desnudas y su piel color canela. “¿No fuiste a la escuela?” pregunta. “Si pero el maestro de la última clase se reporto enfermo y se me ocurrió pasar para ver si Javier había tenido la misma suerte que yo.
Al entrar al edificio, su aliento frió te cobija. Recuerdas la primera vez que entraste, te impresiono que la calle se estuviera derritiendo de calor y allí adentro te empapases de frescura. Además, ese gris habitual de los edificios viejos de la ciudad, que a lo largo del día sólo se iluminan con la luz que alcanza a tragar el domo de la azotea y que se desliza por entre las paredes y hace apenas perceptible la forma de las cosas. Volteaste como siempre, sorprendido hacia arriba y viste la escalera que bordea los muros, como una serpiente que se aferra al tronco de un árbol. “No te canses que faltan tan sólo dos pisos. Es más, el último en llegar hace agua de limón”. Siempre te sorprendió su habitual buen humor, su disposición constante de atención a los demás. La imaginabas “incomprendida”, muy sola y siempre con una sonrisa dispuesta para sus hijos y su esposo o para quien se le parase enfrente. Te dieron celos, al pensar que quizá en el mercado, su amabilidad confundiera al carnicero o al verdulero y le coquetearan más de la cuenta. Como aquel, que confundido por su cortesía, la invito a salir a bailar delante de ti y ella con la mejor astucia, te presento como su hijo y celoso le hiciste mal gesto.
- Ya perdí. Espero que haya un buen castigo, además de hacer el agua.
Esta respuesta no deja de sorprenderla: capto toda tu intención y magistral, salio al paso, burlando como un futbolista gambetero.
- Si, te toca preparar también unas rebanadas de sandia.
Siempre te preguntaste a quién es que le debes la fortuna de que te gusten las mujeres mayores, las señoras, más aún, las mamás de tus amigos o sus suegras. Cuando cursabas la secundaria, tus amigos volteaban a mirar a las chavas de otro grupo y tú te viciabas con la contemplación de sus mamás, ya sea de las chavas o de tus propios compañeros. Más aun ¿Por qué vino a gustarte la mamá de tu amigo, de tu gran carnal? No dejas de sentir culpa por tus sentimientos.
Por entre las baldosas se cuelan las notas de una trompeta, muy al estilo de Pink Floyd. Crees que no lo mereces, que la fortuna debe de barajarse más despacio en asuntos tan escabrosos. “Quizá debas bañarte y refrescarte un poco”, esperabas que te dijera, así como el preámbulo de un encuentro con su piel. No lo dijo. Te invitó a leer el periódico en lo que ella preparaba la comida, ese periódico que tanto gusta a los señores y que aun no entiendes bien porqué.
Afuera se escucha el sonar de los autos y el devenir de las ganas de los que como tú, gustan de ella. Pink Floyd insiste en azuzarte. “Ya está otra vez ese loco con su escándalo” alcanzas a escuchar al viejo de arriba, asomado a la ventana, como siempre, protestando por todo. Volteas y ella te sonríe, como apenada por la calaña de sus vecinos.
-Esa música es una provocación para el bienestar. ¿No lo cree?- Ella sólo asiente. Te tensas sin saber por qué. Ella vuelve a la cocina y no sabes que más hacer.
- Ven a cortar la sandia, o ya se te olvido...- te llama desde la cocina. Aun late más fuerte tu corazón y te parece ridículo, ya que ella está, como indiferente, continuando con sus quehaceres. Rozas su mano y tus muslos se tensan más. Ella se alcanza a percatar de tu tensión y hábil como siempre, te dice que lo hagas en la mesa. Su espalda se muestra por debajo de la blusa, despiadada como siempre, dibujando senderos que quieres alcanzar y que te hacen temblar, como si estuvieras en lo más alto de la montaña. Le invitas a probar la sandia y le llevas un pedazo a la boca. El jugo le escurre por debajo de sus labios y te precipitas a limpiarla. Te llevas un pedazo a la boca, sin apartar la mirada de su cara y ella te vislumbra saborearlo, igual su jugo corre por entre tu barba. “Parecemos chiquitos” dice ella y tú solo sonríes, dándole otra mordida a la fruta.
Recuerdas de pronto la imagen de tu primer sueño con ella: tú sentado en algún sillón y ella adormilada con su cabeza en tus piernas; sus ojos cerrados y sus labios tan rojos como el color de una frambuesa; tú temblando y pasándole tus dedos por entre su cabello. De súbito una tormenta que escampa al instante, te despertó inquieto, frustrado y apenado.
Te desanimas y te cohíbe tal posibilidad. Huyes a la lectura del periódico. Suena el teléfono. Es su esposo, el papá de tu amigo, para decir que no llega a comer. “Parece que hoy comemos solos” dice y tú te sonrojas, sin poder disimularlo.
- ¿No llega nadie?_ preguntas esperanzado con la respuesta. Ella te sonríe y te pregunta si comes o descansas un poco. Optas por lo segundo. Ella se sienta en el sillón, en el mismo de tu sueño y prende el televisor como indiferente. Tú finges leer y tu pulso se acelera, imaginándolo todo. Ella se recuesta. Mira indiferente el televisor.
- Si quieres dormir un rato te puedes acomodar en ese sillón, al cabo que de todos modos madrugaste- agrega y se recuesta sobre sus manos.
No sabes si salir corriendo, acercarte a acariciarle el pelo o ir la baño a descargar todas tus emociones. Insiste Pink Floid en pervertir el camino y le agradeces al chavo del departamento de arriba tal generosidad. Suena el timbre llamando a la puerta y ella te pide que no abras, “debe ser mi vecina, pero le dije que posiblemente salía. Así es que salí...”. Sonríes y te conmueve su complicidad. Nervioso das vuelta a las páginas del periódico, sin poner tanta atención a su lectura. Le miras recostada y ves como al final de su espalda, su falda negra se ensancha y sube una pendiente que quisieras recorrer despacio. Tu pene enhiesto, se transparenta por entre los cortes de tu pantalón. Lo aprietas y lo sueltas, inconsciente y con placer. Suena el teléfono y ella abre sus ojos. Tú te quedas inmóvil, esperando alguna señal de ella.
- ¿Contestó?- preguntas y ella duda un momento, mientras el timbre suena con mucha prisa.
- Si no estamos para mi vecina, no estamos para nadie- te contesta y te mira a los ojos. Cohibido rehuyes su mirada y ella voltea de nuevo al televisor. Te estiras a lo largo de la alfombra, a un costado del sillón y llevas el periódico contigo. Boca abajo y con el pene tan duro como un mástil, te incomodas y giras sobre tu cuerpo, tratando de maniobrar por entre las bolsas del pantalón. Ella se distrae con el ruido que haces y su mirada te persigue por un momento sin que te percates. Sales al baño. “Perdón por el ruido”, dices retraído y sales más con la intención de relajarte. Te refrescas la cara y te ves en el espejo. Regresas y el ruido de tus pasos le despierta:
- Si sigues despertándome vas a tener que arrullarme y cantarme una canción.
Tan colorado como los jitomates, quisieras abrazarla y acariciarla. Pero no te atreves. Imaginas su rechazo, el reclamo de Javier y hasta los golpes de su esposo. “No debo confundirme. Ella solo puede ser amable conmigo”, te dices como queriendo saber lo contrario. Sonríes y de nuevo te recuestas al piso de la alfombra.
- Parece que esta más cómodo que el sillón- y sin previo aviso se deja caer del sillón, acomodándose a tu lado. Afuera se escuchan los llantos de un niño y el paso del viento por entre las ramas del pirul. Ella cierra sus ojos, mientras tú, pálido e inquieto, optas por cerrar el periódico. Quieres abrazarla, pero no sabes como. Ella busca algo con que recargar su cabeza y te pide que de su recamara traigas un par de cojines. Su recamara, está llena de ella: olor, formas sonidos, todo le pertenece. Recorres con la vista cada detalle, sintiéndote complacido por tanta confianza. Quisieras invitarla a dormir a su cama, diciéndole que tú cuidaras de su sueño, que le acariciaras la mano y los pies, para que pueda descansar mejor, que le cobijaras y le contemplaras hasta la vigilia. Pero no es posible. Resignado regresas con su almohada. Se la entregas y pregunta si tú no vas a requerir una. “La olvide, pero no importa”.
- Si quieres podemos compartirla” te responde y no sabes si echarte a correr, o clavar la cabeza como las avestruces cuando se ven acechadas, o por lo menos tomar un trago de agua, que te permita tomar aire para poder contestar.
- Mientras usted duerme, leo el periódico- contestas lamentando cada palabra que acabas de emitir. Te enojas contigo, te reclamas y quisieras despedirte para no causar más penas. A la vez, te sientes bien contigo y con Javier, tu amigo-carnal. Mientras la vez dormitar, tu tensión baja, te distraes con cualquier nota y escuchas que el vecino de arriba ha optado por escuchar a Bach al chelo. Recuestas tu cabeza sobre uno de tus brazos, mientras el tabaco te llena de serenidad, cuando paseas los dedos por tu nariz. El tabaco ha sido tu compañero, en aquellas tardes en que parado debajo del pirul, te has asomado a su ventana, esperando inútil a que se asome y te convide a pasar. Quisieras encender un cigarrillo, pero ella nunca ha estado de acuerdo en que tú y Javier fumen, así que desistes de la idea y te prometes uno cuando te vayas, fumándolo a su salud. Bach insiste en sus acordes cargados de desolación. El vecino latoso ha desistido de sus protestas y los semáforos reclaman sus gritos. Ella se ha percatado de que te has recostado y te pregunta de la almohada. “Así está bien” respondes cohibido. Decides acercarte y te recuestas sobre la esquina de su almohada, mientras tu ritmo cardíaco se acelera inmisericorde. Ella se recorre y tú te volteas de costado, mirándole y esperando que se levante desconcertada. Por el contrario, te dice que ocupes más espacio. “No por que se quedaría en el suelo” le respondes y agregas arriesgando a tu persona, la amistad de Javier que tanto quieres e incluso la posibilidad de no verle más: “a menos que mi flaco brazo, le pueda servir de almohada”. Sorprendido, ves que levanta su cabeza para que puedas pasar tu brazo por debajo y olvidas al mundo, con sus prisas, sus inseguridades y su agua bendita.
- Durmamos un rato, que prometo no despertarle más- le dices, mientras ella se sonríe y cierra sus ojos. No puedes creerlo: tan cerca de ti, oliendo su perfume que tantas veces te has llevado en el recuerdo, mirando tan de cerca su cara, sus labios y su cabello, sintiendo esa suavidad exquisita de su piel morena. Tu cuerpo vibra y sientes como la sangre se concentra en tu vientre bajo, sintiendo una humedad placentera que anuncia la lisura de las nubes. Decidido y ya sin medir las posibles consecuencias, te volteas y le pasas tu mano por encima de su cintura, con los ojos cerrados y atiborrado de delicia. Continua con sus ojos cerrados y le acaricias con suavidad la espalda por encima de su blusa, como curándole de alguna molestia. No te atreves a besarla; quizá esperas a que ella se decida. Miras sus labios, con un color que supones al color de sus pezones, dibujados por sobre su cara, en una boca pequeña y que confirma la existencia de Dios. De súbito, te percatas que tu mano roza la piel de su espalda, que sientes sus lunares y sus bordes. Tu pene siente reventarse. Subes aun más la mano y ella continua con los ojos cerrados, no reclama, no se levanta. Sus labios brillan, te convidan a besarlos. Le acercas los tuyos. Se rozan, ella se retira un poco, con calma y aun con sus ojos cerrados. Tu mano toca su sostén, la pasas por debajo de éste y todo se vuelca en ti: sus ganas de tenerla, tus deseos detenidos y sientes que tu pantalón se revienta. Intentas controlarlo, pero ya es inútil: estas empapado, tu leche baña ya tus ganas y no sabes como disimularlo. Ella no se ha percatado; quisieras continuar así, abrazándola, pero todo te escurre por dentro y te abochorna que ella pueda darse cuenta.
Sacas tu brazo lentamente; ella abre sus ojos y te mira un tanto desconcertada. Tu quieres huir, pero con calma sales hacia el baño. Te limpias y te enjuagas la cara. Te reclamas, te insultas, no te lo puedes perdonar. Tantas veces soñada, tantas imaginada en tus brazos, en diferentes situaciones, algunas incluso inverosímiles y hoy en una situación real, no puedes controlarte y tus deseos de ella te desbordan antes de tiempo.
Sales por fin del baño, fingiendo que no ha pasado nada. Al llegar a la sala, ella se ha levantado, esta viendo la televisión y fuma al amparo del sillón. De nuevo el humo del cigarro te hace desaparecer, ese cigarro que ha sido tu cuate de los últimos tiempos de deseo y que hoy, de nuevo, te ayuda a disimular tu torpeza.
Suele suceder, no te preocupes- dice ella. No alcanzas a decir nada. Las escaleras desaparecen en un momento. La puerta de entrada del edificio se azota y alcanzas corriendo a sortear los autos de la avenida. Tu último cigarro se lo habías prometido. El pirul te abre sus brazos y te convida a dejar la mandrágora a su cuidado. Ya no habrá mañana.
- “Anda José, que se hace tarde para que llegues a la escuela. No sonó el despertador y estamos retrasados” alcanzaste a escuchar a tu mamá a través de la puerta. La mañana era clara y por la ventana se colaba el trinar del colibrí del amanecer. Sientes un poco de pena con él, al sentir la humedad de tus sabanas blancas. La ducha es un buen principio para este largo día.

-Salvador Reyes

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