Saturday, March 13, 2010

Tu embrujo

Fotografía: Bob Carlos Clarke

La verdad él, nunca se imaginó, que cuando en un atrevimiento le tocó la pantorrilla, el contacto de su mano con esa tersa piel, le revelaría con la evidencia del axioma, que había encontrado al ser para recorrer los placenteros laberintos de la carne. Y es que, en el más osado de sus pensamientos, alimentados por los poemas de Pablo Neruda y las novelas de Henry Miller, lo más que pudo definir fue la parsimonia de un encuentro que poco a poco, le iba a mostrar esa verdad, que ahora se postraba con la intensidad de un delgado rayo de luz, en un fugaz parpadeo del tiempo.

Todo encajaba esa noche, en medio de esa multitud, mientras todos miraban estallar los cuetes en el cielo, la caricia furtiva en la pantorilla debajo del pantalón, los hacía disfrutar aún más del espectáculo. Y el estrépito de la gente, servía de arrullo a la complicidad erótica que ya habían establecido y que era fortalecida con esporádicas miradas y besos tiernos, adolecentes.

Tuvo que ser un embrujo, no hay otra razón. Ella debió realizar conjuros para conocer todas sus fantasías. De otra manera no se entendería como le adivinaba todo, porque cada deseo imaginario de él, ella lo hacía realidad. Y también, de manera independiente, él debió hacer vudu o intercambiar algo por la felicidad, ya que, en cada beso, en cada guiño, en cada detalle, ella vibraba toda. Incluso las ondas hertizianas de su pésima dicción, le llegaba como una dulce caricia a su entrepierna.

A veces ella era atrapada por un temor que había adquirido de niña y sentía un gran desamparo que la hacia mirar hacia el horizonte en medio de cavilaciones. Y entonces pensó: “Qué era verdad que la fuerza del miedo pudiera crear las religiones”, y enmedio de esa reflexión sintió la mirada que con infinita ternura le explicaba que el mundo esta lleno de retórica, qué el amor no es un papel firmado y que la frase “te amaré para siempre” no era verdadera en un lugar donde la vida no es infinita. Qué desechara esos temores que la sociedad había inventado para fortalecer instituciones, pero que hacían infeliz a la gente por no dejarla vivir de manera plena cada instante. Todo esto se lo decía en voz baja, despacio, como un secreto, hasta acurrucarla en su pecho donde ella se quedaba plácidamente dormida.

El eros destilaba en cada uno de sus poros. Mientras la recorría con su aliento le susurraba un poema de Julio Cortázar “donde lentas e imperiosas geografías iban naciendo de nuestros viajes” y ella se extremecía al sentir el vaho que la acariciaba desde la estratósfera de su piel, y siguiendo el rito del poema se ovillaban y desovillaban en “esa maraña de caricias que nos convertía en un ovillo blanco y negro”. Cada encuentro estaba lleno de sorpresas, él claudicaba embrujado de placer ante las coqueterías de ella, ese pequeño detalle que lo enloquecía estaba siempre presente, y ya enloquecido, la llevaba al paraiso, lugar que ella anunciaba con un enorme grito sin importarle el vecindario.

Y cómo no iba a anunciarlo así!, si él la lamía toda, como un niño lame su caramelo favorito. Su aspera lengua recorría cada rincón de su piel con la paciencia de un monje tibetano. Lentamente su recorrido se acercaba a los lugares que la hacían extremecerse, un milímetro de cercanía en cada viaje periódico, hasta que finalmente arribaba al lugar exacto; lugar que ella venía aclamándole desde la mitad de su prolongado viaje. Una vez ahí, él, embelezado probaba de sus paradisiacos jugos y en cada sorbo ella gemía pidiendo que no parara, que la degustara sin límites, sin inhibiciones. Y entonces cuando ella comenzaba a ser invadida por un cosquilleo infinito él la penetraba llegando con su virilidad al lugar que su lengua no había podido alcanzar, al principio despacio con el cuidado con que se toma un hermoso prisma que ha formado la tierra en millones de años, subiendo el ritmo poco a poco hasta alcanzar la velocidad del vértigo que los llevabaría juntos a terminar extasiados, él en una blanca explosión y ella con esa sensación de caída a ese abismo de placer que le arrebataba un enorme grito.

En una ocasión mientras ella se arreglaba frente a un espejo, abrió el compás de sus piernas para medir la flexibilidad de la falda. Ese movimiento fue aprovechado por él para sujetar sus tobillos contra el suelo y formar así las columnas de su templo, como inicio de su veneración comenzó lamiendo sus tobillos fijos al piso, recorriendo con esa caricia las distancias de sus piernas, mientras la recorría de abajo hacia arriba disfrutaba de la entrepierna que comenzaba a hemedecerse debajo del diminuto atuendo blanco. Ella se sintió placenteramente presa de la inmobilidad que la llevaría sin remedio al abismo de las sensaciones, le excitaban tanto los atrevimientos con que él frecuentemente la atrapaba, entonces resignada al placer, se dejo sentir, se dejo acariciar con el atrevimiento de esa lengua que terminó por quitarle su íntima prenda y descubrir esa humedad que recibió con ansias su miembro erecto.

Se amaron en varias ciudades y pueblos, sus corazones latían al encontrarse en lugares para ambos desconocidos, el cariño, la ternura y la complicidad, iban creciendo al mismo rítmo que la pasión y la sofisticación en sus estrategias de seducción.
Sin embargo ella estaba confundida, no entendía porqué las cosas estaban pasando así: vivir tan intensamente, en tan poco tiempo y en una relación que parecía no tener garantías, que podría terminar mañana. ¿Porqué de manera tan intempestiva había llegado todo?, pensaba. Y lo único en que terminaba su pensamiento, en ese ir y venir de reflexiones, en medio de esa angustia por encontrar explicación, era entender qué la había llevado hasta ahí, en precisar el momento en que surgió la chispa que originó el incendio de pasión que seguía creciendo en el infinito bosque de sus más profundos deseos.

Tanta emoción arrebatada le daba miedo, y sobre todo, le daba miedo, seguir dejándose llevar por el caudal que ese ser repre- sentaba, ese ser que desconoce el mañana por temor a perderse el presente; cuando todos, absolutamente todos, necesitamos creer que nos aguarda un futuro. ¡No pudo más! Y entonces, el dia 12 del último mes, cuando la luna estuviera más cerca de la tierra y mostrara su mayor esplendor y tamaño, fue a consultar a un viejo brujo de la Sierra Madre Occidental, que apoyado en la aproximación de la luna a su perigeo, le aconsejó que se alejara, que pusiera distancia, que desde la cima podría ver hacia donde la llevaba ese caudaloso río.

Entonces ella, para darse un espacio a la reflexión sin el mareo de esa pasión que la vencía, le pidió que dejara de verla con esa intensidad, que ya no le escribiera esas palabras peligrosas que acostumbraba enviarle... El tiempo se detuvo. Él miraba con nostalgia el atardecer en medio de los sahuaros, les platicaba sus cosas, les preguntaba como ellos amaban, pedía en los mercados polulares recetas de cocina de tradiciones milenarias de mesoamérica buscando que el sabor tuviera respuestas a sus inquietudes, deambulaba por las noches entre gatos trasnochados y para mitigar el dolor de la ausencia de su amada, comenzó a escribir el siguiente relato:

“La verdad él, nunca se imaginó que, cuando en un atrevimiento le tocó la pantorrilla, el contacto de su mano con esa tersa piel, le revelaría con la evidencia del axioma, que había encontrado al ser para recorrer los placenteros laberintos de la carne... ”

-Canis Lupus Baileyi

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